Adrián llevaba tiempo vagando solo por los caminos, cuando se encontró con Olaya. Ella también estuvo encerrada en el manicomio, cuando los doctores no fueron capaces de curarla, tuvo que ser una enfermera, la única que le habló claro sin ambages, antes de que se rindiera. Los psiquiatras con su ineptitud, pretendían alargar su agonía eternamente. Eulalia le aconsejó que ignorara sus opiniones, ella no necesitaba tomar ningún medicamento y le enumeró las cuatro reglas que terminarían salvándole la vida.
El autor regresa con una novela impactante, llena de giros inesperados que no dejará indiferente a ninguno de sus lectores. Una obra valiente que hará temblar los cimientos de un sistema educativo deficiente, que lejos de tratar de hacer apasionante el aprendizaje, provocando la pasión por el saber, termina por convertir la vida de los alumnos en una pesadilla. La novela nos propone una educación diferente, adaptada a las necesidades afectivas e intelectuales de cada alumno. Se lanza en busca de nuevas fórmulas que beneficiarían, no solo a los alumnos que sufren episodios hiperactivos como el caso de los protagonistas, sino también al resto de sus compañeros. La intriga absorbe al lector por completo a cada paso y lo arrastra a un desenlace inesperado.
El día que reapareció Olaya en su vida, Adrián no tenía claro de dónde venía ni hacía dónde se dirigía. Le Daba igual: él no pertenecía a ninguna parte. Le encantaba su papel de errante en medio de una sociedad monopolizada, donde imperaba la necesidad de acumular bienes y propiedades. Él no necesitaba de esas cargas, su único capital lo llevaba encima. En los bolsillos de su ajado gabán, se trataba de un viejo ejemplar de Don Quijote: Miguel de Cervantes era su único ídolo en este mundo.