Una día el joven Malcolm sale a pasear por el bosque temprano y encuentra a una chica que parece dormida encima de un árbol. Su cuerpo se balancea en lo alto, meciéndose entre las ramas y agitado por el viento. Algunos brotes verdes le sobresalen por la boca. La melena flota sobre su rostro casi ocultándoselo, a pesar de la distancia y la escasa claridad de la madrugada, Malcolm no tiene dudas de que se trata de Brenda. Hacía menos de cuarenta y ocho horas que la había tenido entre sus brazos. Está asustado, ignora si ella está viva o muerta.
El padre de la muchacha es uno de los mayores narcotraficante del norte de California. A lo largo del condado tiene ocultos varios remolques de camiones que funcionan como laboratorios clandestinos donde sus esbirros cocinan desde metanfetaminas y cocaína hasta heroína de primera calidad. Son auténticas fábricas de droga, ocultas bajo una capa de follaje y distribuidas por el parque natural de Yosemite, entre acantilados de granito, caudalosos torrentes, estrechas gargantas y tupidos bosques de robles.